El ingenio dramático

DOROTHY PARKER

'Una rubia imponente', uno de los grandes cuentos del siglo XX

«Excuse my dust». Es el epitafio de tumba en la que descansan los restos de Dorothy Parker. «Perdonad mi polvo», un humor muy suyo. Durante 17 años nadie reclamó las cenizas de la escritora, hasta que se hizo cargo de ellas y les dio sepultura la NAACP, la asociación en pro de los derechos civiles de los negros, liderada en el momento de la muerte de Parker por Martin Luther King, a quien ella legó sus escasos bienes.

Dorothy Parker murió sola, de un ataque al corazón, en 1967, a los 73 años, en una habitación del neoyorkino hotel Wonley, donde había residido bastante tiempo con su segundo marido, el guionista Alan Campbell, quien se había suicidado cuatro años antes con una sobredosis de barbitúricos y una bolsa de plástico en la cabeza.

Había desaparecido para siempre «la alegría de la huerta», como Dorothy Parker llama, con ácida ironía, a su alter ego de Una rubia imponente, la mejor de sus narraciones cortas, ahora editada por Nórdica. La más graciosa, la más chistosa, la más ingeniosa. Así fue considerada Dorothy Parker. Pero ella llegó a odiar esos calificativos, ya que su vida fue un calvario por el alcohol y las drogas, y, bajo su burbujeante y festivo humor, sus textos siempre guardaron tristeza y amargura.

Parker fue poeta, dramaturga, cuentista, crítica y guionista de éxito, pero, pese a la huella indeleble que dejó y de la que era consciente, lamentó haberse dispersado en lo breve y ligero y no haber escrito nunca una gran novela.

Criada en el Upper West Side de Nueva York, nació Dorothy Rothschild -nada que ver con los banqueros- en el seno de una familia muy acomodada en 1893. Hija de judío -y a vueltas siempre con esa condición-, Dorothy recibió educación católica a instancias de la segunda mujer de su padre, a quien odió con todas sus fuerzas y a la que llamaba su «ama de llaves». Su padre murió en 1913 y, con apenas 20 años, la huérfana -que no había hecho estudios universitarios- se ganaba su sustento tocando el piano.

Poco después apareció en su vida Edwin Pond Parker II, un guapo, conocido y prestigioso agente bursátil, y la joven Dorothy se aferró a él hasta casarse en 1917. Grave error. Eran agua y aceite. El marido fue movilizado al frente en la Primera Guerra Mundial, y la bebida, los amantes y la morfina tomaron posesión de la vida de Dorothy Parker, que no se divorció hasta 1928.

Una rubia imponente se publicó y ganó el Premio O.Henry en 1929, y ahí ya está todo: el humor corrosivo junto a la corrosión de las copas, las infidelidades y los intentos de suicidio. Dorothy Parker quiso matarse dos veces, en 1923 y 1925, la primera vez después de un aborto subsiguiente a quedar embarazada de uno de sus amantes, el dramaturgo y guionista (Cumbres borrascosas, entre muchas otras) Charles MacArthur, compañero de la mesa redonda del hotel Algonquin.

Por entonces, Dorothy Parker ya era, por su ingenio fulminante y vitriólico, una celebridad en los círculos culturales y artísticos neoyorkinos. Había publicado en Vogue, había sido crítico teatral entre 1918 y 1920 de Vanity Fair -de donde la echaron por las protestas de quienes no aguantaban sus pullas- y, desde su fundación, en 1925, se había asentado en The New Yorker, donde publicaba poemas, artículos y cuentos, que fueron saliendo agrupados en colecciones a partir de 1926.

La fama neoyorkina de Dorothy Parker se potenció con las comidas y tertulias del hotel Algonquin, entre 1919 y 1929, donde semanalmente se reunían para divertirse y despellejar al prójimo un selecto elenco de escritores, periodistas y artistas, reuniones que ya son un mito, objeto de estudio de la historiografía literaria y de películas como La señora Parker y el círculo vicioso (Alan Rudolph, 1994).

Por allí se encontró la Parker con el incipiente escritor Alan Campbell, con quien se casó en 1934. Campbell, que era bisexual y 11 años más joven que ella, quería ir a Hollywood a probar fortuna como guionista. Y allá se fueron, y tuvieron -fama y dinero- fortuna. Y se la bebieron entera. Parker, mientras seguía publicando cuentos -cada vez menos-, llegó a escribir o a colaborar en cerca de 20 guiones. En La loba (William Wyler, 1941) y Sabotaje (Alfred Hitchcock, 1942), por ejemplo. Pero el gran éxito del tándem Parker-Campbell fue el guión de Ha nacido una estrella (William A. Wellman, 1937), por el que fueron nominados al Oscar.

Ganaban mucho dinero, pero se lo fundían, y su alcohólico y desigual matrimonio era un desastre. Campbell se alistó para combatir en Europa en la II Guerra Mundial, y la pareja se divorció en 1947.

Las cosas se le pusieron feas en Hollywood a Dorothy Parker. ¿Por su vida disoluta? No. Por la política. Con sus espumosas y festivas correrías a cuestas, resulta que la Parker era militante feminista y activa izquierdista. Ya en 1927 fue detenida por manifestarse contra la ejecución de los anarquistas Sacco y Vanzetti. Visitó España durante la Guerra Civil y, de vuelta a Estados Unidos, se entregó a la causa del antifranquismo, al activismo en favor de la Segunda República y al socorro de los exiliados, participando en asociaciones antifascistas y antinazis. Fue acusada de comunista en la Caza de Brujas, Hollywood la incluyó en su lista negra y el FBI la espió y acumuló un expediente sobre ella de 1.000 páginas.

Tuvo que irse de Hollywood en 1952 y, para entonces, su mala cabeza -esa «permanente niebla mental» de la que ya hablaba en Una rubia imponente- le había llevado a casarse otra vez con Alan Campbell en 1950. Volvieron a separarse dos años después, vivieron alejados nueve años, se reconciliaron en Hollywood en 1961 y siguieron juntos hasta que Campbell se suicidó, a los 59 años, en 1963. Dorothy escribió para la revista Esquire los últimos cinco años de su vida.

Una rubia imponente es una obra maestra. Tan divertida como crecientemente atroz, narra, con diálogos y observaciones fulgurantes, la previsible autodestrucción de una hermosísima muchacha neoyorkina, empleada de unos almacenes y genial proveedora de réplicas brillantes y rápidas, que de hombre en hombre, de copa en copa y de risa en risa, se desliza hacia la nada en una ciudad que la devora.

>CARLOS SAURA

El verano pasado vi el explosivo y apabullante montaje de El gran teatro del mundo de Calixto Bieito. El trabajo de Carlos Saura en Matadero se sitúa en sus antípodas. Sin querer hacer un juego de palabras diría que la creación de Saura es la reconstrucción de una deconstrucción del texto de Pedro Calderón de la Barca. Como se dice en el mismo título es una «propuesta». Y como tal «propuesta» es magnífica. Saura evoca algo así como la memoria, el cuaderno de campo o las notas de un director que trabaja con sus actores en una puesta en escena modesta del auto sacramental calderoniano y discurre, para esclarecer su contenido y asomarse al hoy, entre lo que sucede en un ensayo y la ficción contada por el autor. El resultado de esa aproximación es transparente, sencillo, ameno y brillante.